lunes, 26 de febrero de 2018

REVELACIONES SOBRE EL ESTADO DE LA IGLESIA : BEATA ISABEL CANORI MORA




A continuación, recogemos algunos extractos  de un artículo  de Don Bernard Marechaux, publicado en la vie Spirituelle, 1928, pp. 489-497.
Sobre el estado de la Iglesia 
(…)Destinando a Isabel (1)  a ser víctima  por su Iglesia, Dios le manifestó su estado  interior y los peligros. No sabemos si hay algo  comparable, por la precisión y el vigor, al retrato que ella  nos dejó  de su visión, la cual  en lo sucesivo no abandono ya la mirada de su corazón, herido por una profunda angustia:
<  y cerrar de ojos, escribe, se me mostró el mundo; yo lo veía completamente en rebelión, sin orden, sin justicia; los siete pecados capitales eran llevados en triunfo, por todos lados reinaban la injusticia, el fraude, el libertinaje y toda suerte de iniquidades. El pueblo estaba perdido en sus costumbres, sin fe, sin caridad. Todos los hombres se habían sumergido en la crápula y las máximas perversas de la moderna filosofía: tenían una fisonomía bestial más que humana, de tal modo el vicio  les había deformado.
En medio de esta multitud entregada al mal, yo veía un demonio  de aspecto horrible; el cual recorría el mundo  como un loco ebrio  de orgullo, sometía todas las frentes bajo una pesada esclavitud, exigía que todos renunciasen a la fe en Jesucristo y pisoteasen sus divinos mandamientos, para entregarse al libertinaje y a las máximas perversas del mundo, para adoptar la vana y falsa  filosofía de nuestros modernos y falsos cristianos>>.
Las malas costumbres pueden haber sido  de todas las épocas; pero, en la anarquía actual, lo que hay de particular, y la vidente vuelve a ello  con una insistencia característica, es que deriva de las máximas perversas de la filosofía moderna. E Isabel añade:

Cuán grande miseria, por la cual no habrá nunca bastante lágrimas,  ver que detrás de esas máximas  corrompidas corrían personas  de toda condición, de toda edad, no solamente seglares, sino eclesiásticos, del clero tanto regular como secular, y de toda dignidad>>.

Más tarde, Isabel  ve el error  bajo el símbolo de cinco arboles de un tamaño desmesurado, surgiendo en medio de un bosque que representa la Cristiandad, y cuyas raíces  producen miles y miles de retoños que forman una maleza  inextricable:

<<Esos árboles, se le dice,  son las cinco herejías, que en nuestros días infestan el mundo, que se oponen diametralmente al santo Evangelio  y cuya  aniquilación  persiguen: sus raíces  envenenadas  serpentean por doquier; de ahí viene  que tantas pobres almas no sean ya más que plantas estériles, nocivas incluso, actas solamente  para ser echadas al fuego eterno>>.
De esos errores resultaba  una confusión  indescriptible en la Cristiandad.  Esa confusión  comenzaba a producirse  en los tiempos  en que vivía Isabel. El 15 de junio  de 1815, Roma vio reinstalarse en el trono pontificio al santo papa Pio VII: ningún alma se alegró más que la de Isabel  por este retorno  providencial del papa  a la capital  del mundo cristiano.
Pero su gozo estuvo mezclado  con una gran tristeza: la Cristiandad no estaba por ello  curada:
<  que corroe estaba dentro.

La cizaña había sido  sembrada  en los corazones  de los cristianos;  el veneno de las máximas  corruptoras se había infiltrado  en las propias familias  que se pretendían católicas. Los verdaderos fieles no formaban  ya sino  un pequeño  rebaño>>.

Al advenimiento  de León XII, fue advertida  de que, a pesar de celo  de ese pontífice, no se haría  todavía la reforma  del pueblo  cristiano.  << El piloto ha cambiado, dice ella, la barca permanece  la misma>>. La Iglesia  se le presenta  como una  construcción magnifica, sacudida hasta sus fundamentos  por una furiosa  tempestad; ella debe  concurrir  a sostenerla.
 Otra vez es una noble  matrona  la que se le aparece; sigamos en sus detalles  esta visión  conmovedora y sorprendente:

 <  vestidos, pero su bello rostro  estaba ensombrecido de tristeza y bañado  de lágrimas; ofrecía  a Dios fervientes  suplicas  por sus hijos ingratos, y en particular por los sacerdotes  seculares y regulares. Dios, como irritado, se apartaba  de ella y parecía  rechazar  sus oraciones; finalmente le dijo: “Toma parte en mi justicia  y juzga  tu propia causa”.

La joven palideció,  y comenzó  a despojarse ella  misma  de sus bellos  ornamentos:
tres Angeles  ejecutores  de los decretos divinos  la rodearon  y acabaron de quitarle  su ornato  de gloria. Reducida a un estado vil y abyecto, perdió sus fuerzas, sus pies vacilaron, estuvo a punto de caer. 

El Eterno no lo permitió, su sabiduría devolvió el vigor  a la noble dama, mientras que su potencia cubría como un escudo su frente entristecida a causa del abandono en que la dejaban sus hijos, ella estaba todavía en las tinieblas, cuando hela aquí revestida de golpe por el Espíritu  Santo por una inmensa gloria, con un esplendor  celeste; resplandecían de ella poderosos rayos  de luz  que se extendían  hasta los cuatro puntos cardinales y operaban los más grandes prodigios. A ese resplandor, se levantaban como por sobresalto los habitantes de las lejanas regiones y, repudiando sus errores tenebrosos, acudían a la luz del Evangelio, confesando la fe de Cristo y agrupándose  en torno  de la noble matrona  que salia de la prueba  más gloriosa  que antes, Un templo majestuoso, soportado por seis columnas espléndidas, se levantaba para contener todos esos pueblos que aclamaban la fe  de Jesucristo>>.
Los castigos y el triunfo de la Iglesia     
La humilde Isabel  se aniquilaba, por decirlo así, con toda esas visiones, que le describían las duras y humillantes pruebas de la Iglesia. Es verdad que se le mostraba finalmente triunfante  de todos los enemigos, pero para llegar a ese triunfo, le repetía Dios sin cesar, habría que atravesar castigos terribles. La sierva de Jesús rogaba heroicamente para que la cólera divina se descargase sobre ella, ella se ofrecía como víctima: el Esposo divino aceptaba el holocausto, consentía en retrasar los castigos, pero al mismo tiempo le hacía conocer que un día estallarían. Eran necesarios para devolver a la Iglesia  su pureza primitiva. Muchos de sus hijos se habrían dejado penetrar por máximas perversas que arruinaban la fe y  corrompían las costumbres: una poderosa operación  de justicia  se imponía para eliminar  del cuerpo de la Iglesia esos fermentos de corrupción.

 Asimismo, los castigos  se le muestran a Isabel como una suerte de anticipación del juicio final, como una separación en el seno mismo  de la Iglesia de los buenos  y de los malos, estos entregados sin defensa a la venganza celeste, aquellos reservados para formar  un pueblo nuevo.
He aquí, traducida palabra por palabra, la descripción de los castigos: esta página es imponente, reina en ella un soplo  poderoso que recuerda el acento de los profetas:

<< (…) Vi abrirse el cielo;  y el glorioso Príncipe  de los apóstoles San Pedro descendió de él, con indecible  majestad,  ricamente revestido de ornamentos pontificales, el báculo de la mano, rodeado de un coro inmenso  de espíritus angélicos que le formaban una bella corona, y le cantaban  la antífona: “ Constitues  esos príncipes super omnen terram” (2). Se volvió hacia los cuatro puntos cardinales, y trazó, cuatro veces una gran señal de la cruz: y cada vez, en la dirección indicada, surgía un gran árbol místico en forma de cruz, con ramas verdeantes cargados de frutos preciosísimos, extendiendo una luz de resplandor vivísimo. Después San Pedro tomó tierra  sobre el suelo, se puso a acoger a todos aquellos  que se mantenían  fieles a la ley  de Jesucristo, y les agrupo a la sombra de los arboles  misteriosos que simbolizaban  la Iglesia y los méritos  de Jesús.

Abrió las puertas  de los conventos de los religiosos, e hizo una separación  entre los que permanecían fieles y los que  seguían las falsas máximas de la moderna filosofía, con desprecio de la santa  ley del Señor. Actuó igualmente  en relación con el clero. Los que guardaban en el corazón  el espíritu y el amor de Jesucristo aparecían bajo  forma  de blancos  corderos; y el santo Apóstol les conducía  a la sombra de los cuatro arboles místicos. Los otros seguían  expuestos a los terribles  castigos, que Dios se aprestaba a descargar  sobre el mundo perverso. Después de haber puesto  a resguardo el pequeño  número de elegidos a la sombra  de los cuatro arboles místicos,  San Pedro  volvió a subir  al cielo con los Ángeles.

De repente, el cielo se tornó lívido: se desencadenó  un vendaval, una tempestad con silbidos estridentes y rugidos de fieras salvajes. Al tiempo  que este estruendo horrible, hombres y bestias  salían mezclados de las cosas en una confusión  indescriptible, y como presas de rabia, se destruían  unos a otros; así se hacía notar la mano vengadora  de la justicia divina. Para castigar el orgullo  y la jactancia  de los impíos que habían  jurado  destruir la Iglesia  de Cristo hasta en sus fundamentos, Dios  permitió  a las potencias de las tinieblas salir de los abismos infernales; de ellos escapo  una inmensa legión  de demonios, y sirvió de instrumento  a la cólera de Dios. Se  les veía arruinar  palacios y villas, destruir pueblos  y ciudades, provincias enteras, y hacer una carnicería  con una multitud  de hombres rebeldes a los que sometían a una muerte cruel.

(…) De pronto el cielo  volvió a serenarse: San Pablo descendió, de nuevo a la tierra  con el mismo cortejo  de ángeles, se sentó sobre su trono, y los ángeles le exaltaron como príncipe soberano de la tierra.
También San Pablo  descendió, invisible, en gran majestad  y esplendor, revestido por Dios  de autoridad y potestad incomparables;  en un abrir y cerrar de ojos, recorriendo el mundo, obligo a todos los espíritus  de perversión  a entrar en sus guaridas tenebrosas. En signo de gran reconciliación entre Dios y los hombres, un resplandor celeste iluminó  y alegró  el universo. Los santos ángeles recondujeron  amorosamente  al pequeño rebaño  de Jesucristo ante el trono  de San Pedro, pues había escapado sano y salvo del cataclismo  universal recogido a la sombra de los arboles místicos y  bajo el gloriosos estandarte de la Santa Iglesia Católica. Presentando por los ángeles el trono de San Pedro, príncipe de los apóstoles, ese pequeño grupo de cristianos le hizo una profunda  reverencia: bendiciendo a Dios, muy humildemente dieron gracia al Señor y a su  Apóstol por haber gobernado y mantenido la Iglesia  y la Cristiandad, a fin de que no fueran  seducidas por las falsas máximas del mundo.
El apóstol eligió al nuevo  Pontífice supremo; La Iglesia entera fue reformada  siguiendo  los verdaderos principios del Evangelio; las órdenes religiosas se restablecieron, y las casas de los cristianos  se convirtieron  en tantas casas religiosas; tal era por doquier el fervor, el celo de la gloria  de Dios, que cada cual no respiraba  sino amor de Dios y del prójimo, La Iglesia católica  era aclamada por todos, horadas por todos; el Papa era reconocido universalmente cono Vicario de Jesucristo>>.
 
Las visiones que Dios otorgo a su humilde sierva  Isabel sobre el estado de la Iglesia  y su triunfo  son muy notables. El mal de nuestros días  es este: que la línea de demarcación tiende cada vez más a borrarse entre cristianos y no cristianos, entre cristianos y herejes e incluso idólatras. Los que dicen todavía cristianos viven demasiado a menudo  como aquellos  que han renunciado  a ese título; las sedicentes mujeres devotas  se visten como las incrédulas, leen las mismas novelas, frecuentan los mismos bailes, los mismos teatros licenciosos y no ayunan ni se mortifican más que aquellas.
Es la confusión en la mundanidad y la licencia. Además, tiende a prevalecer  una doctrina temeraria con arreglo a la cual se salva uno con fácilmente en todas las religiones, cualquier buena fe ocupa el lugar  de la fe, y a fin de cuentas  todo el mundo más o menos esta salvado.
 Como consecuencia  de esas máximas y de esas costumbres, la Iglesia tiende  a disolver en el mundo, la Cristiandad en la humanidad caída. Casi ya no se encuentran cristianos  a los que puedan aplicarse las palabras de San Pablo:<  perversa, entre la cual aparecéis como antorchas en el mundo>> (Fil 2, 15).
Los primeros cristianos, por su conducta, destacaban sobre los paganos como antorchas sobre un fondo oscuro, y el espectáculo de sus virtudes austeras atraía poderosamente a los idolatras a la fe. Es lo que no se ve hoy, salvo excepciones demasiado raras: todo está confundido en la misma dejadez escéptica y vividora.
 Isabel indica muy netamente la naturaleza de este mal: y, por lo tanto, el remedio es el restablecimiento  de la línea de la demarcación borrada, es la reconstrucción de un pueblo nuevo, verdaderamente cristiano, que sea en el mundo un ejemplo viviente de las máximas  evangélicas. La humilde vidente vio a San Pedro que ponía aparte los verdaderos cristianos; los cristianos mundanizados se exponen a castigos formidables mezclados con los enemigos  declarados de Dios; la Cristiandad se restablece sobre su verdadera base, que es la puesta  en práctica adecuada de las enseñanzas  del santo Evangelio, y se sigue de ello  una conversión  de los pueblos  enteros a la fe de Jesucristo.
He aquí lo que nos parece muy digno de atención en esas visiones proféticas.
A este propósito, nos apropiamos plenamente la siguiente declaración  del piadoso autor (Don Antonio Pagani) de la vida de Isabel (3), sacerdote muy estimado en Roma:
<< ¿Que diremos de todas esas visiones? A mi modo de ver, tienen un carácter de credibilidad, pero pertenece a la cátedra  de la verdad. Y solo a ella, emitir un juicio. Los tiempos que atravesamos les dan una verosimilitud que llama la atención; parece que caminamos hacia su realización. Pero no olvidemos que la verdad esta oculta  bajo figuras  y símbolos, y que hay que tomar el sentido más bien  que la  letra. Si la hemos reflejado, no es para arrojarlas  como pasto a la curiosidad  o la crítica, sino más bien para estimular el celo y la piedad  de los que la leerán.
Igual que Dios se servía  de esas representaciones  y de esas visiones para impulsar a su sierva hacia la oración y el sufrimiento por la Iglesia; así deseamos nosotros vivamente que leerlas despierte en los corazones  de los cristianos el amor filial que todos nosotros debemos a la Iglesia, la entrega sin reserva que profesaban nuestros padres por la Santa Sede y el Vicario de Jesucristo.
Dom Bernard Maréchaux



Notas:
1)    Fue beatificada en 1994.
2)    Antifona del breviario romano en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo
3)    Un vero modelo di madre cristiana nel secolo XIX. Biografia della ven. Serva di Dio Elisabetta Canori Mora, Romana. (Un verdadero modelo de madre cristiana en el siglodecinueve. Vida de la venerable sierva de Dios Isabel Canori. Mora, romana). Roma, ed. Desclée, 1911. La obra tiene las aprobaciones de un asesor de la congregación de Ritos y del Maestro del Sacro Palacio.

FUENTE : SI SI NO NO, AÑO XXIII, n. 251  REVISTA CATOLICA ANTIMODERNISTA JUNIO 2013.