A continuación, recogemos algunos
extractos de un artículo de Don Bernard Marechaux, publicado en la vie
Spirituelle, 1928, pp. 489-497.
Sobre el
estado de la Iglesia
(…)Destinando a Isabel (1) a ser víctima
por su Iglesia, Dios le manifestó su estado interior y los peligros. No sabemos si hay
algo comparable, por la precisión y el
vigor, al retrato que ella nos dejó de su visión, la cual en lo sucesivo no abandono ya la mirada de su
corazón, herido por una profunda angustia:
< y cerrar de ojos, escribe, se me mostró el mundo;
yo lo veía completamente en rebelión, sin orden, sin justicia; los siete
pecados capitales eran llevados en triunfo, por todos lados reinaban la
injusticia, el fraude, el libertinaje y toda suerte de iniquidades. El pueblo
estaba perdido en sus costumbres, sin fe, sin caridad. Todos los hombres se
habían sumergido en la crápula y las máximas perversas de la moderna filosofía:
tenían una fisonomía bestial más que humana, de tal modo el vicio les había deformado.
En medio de esta multitud entregada al mal,
yo veía un demonio de aspecto horrible;
el cual recorría el mundo como un loco
ebrio de orgullo, sometía todas las
frentes bajo una pesada esclavitud, exigía que todos renunciasen a la fe en
Jesucristo y pisoteasen sus divinos mandamientos, para entregarse al
libertinaje y a las máximas perversas del mundo, para adoptar la vana y
falsa filosofía de nuestros modernos y
falsos cristianos>>.
Las malas costumbres pueden haber sido de todas las épocas; pero, en la anarquía
actual, lo que hay de particular, y la vidente vuelve a ello con una insistencia característica, es que
deriva de las máximas perversas de la filosofía moderna. E Isabel añade:
Cuán grande miseria, por la cual no habrá
nunca bastante lágrimas, ver que detrás
de esas máximas corrompidas corrían
personas de toda condición, de toda
edad, no solamente seglares, sino eclesiásticos, del clero tanto regular como
secular, y de toda dignidad>>.
Más tarde, Isabel ve el error
bajo el símbolo de cinco arboles de un tamaño desmesurado, surgiendo en
medio de un bosque que representa la Cristiandad, y cuyas raíces producen miles y miles de retoños que forman
una maleza inextricable:
<<Esos árboles, se le dice, son las cinco herejías, que en nuestros días
infestan el mundo, que se oponen diametralmente al santo Evangelio y cuya
aniquilación persiguen: sus
raíces envenenadas serpentean por doquier; de ahí viene que tantas pobres almas no sean ya más que
plantas estériles, nocivas incluso, actas solamente para ser echadas al fuego eterno>>.
De esos errores resultaba una confusión
indescriptible en la Cristiandad.
Esa confusión comenzaba a
producirse en los tiempos en que vivía Isabel. El 15 de junio de 1815, Roma vio reinstalarse en el trono pontificio
al santo papa Pio VII: ningún alma se alegró más que la de Isabel por este retorno providencial del papa a la capital
del mundo cristiano.
Pero su gozo estuvo mezclado con una gran tristeza: la Cristiandad no
estaba por ello curada:
< que corroe estaba dentro.
La cizaña había sido sembrada
en los corazones de los
cristianos; el veneno de las máximas corruptoras se había infiltrado en las propias familias que se pretendían católicas. Los verdaderos
fieles no formaban ya sino un pequeño
rebaño>>.
Al advenimiento de León XII, fue advertida de que, a pesar de celo de ese pontífice, no se haría todavía la reforma del pueblo
cristiano. << El piloto ha
cambiado, dice ella, la barca permanece
la misma>>. La Iglesia se
le presenta como una construcción magnifica, sacudida hasta sus
fundamentos por una furiosa tempestad; ella debe concurrir
a sostenerla.
Otra
vez es una noble matrona la que se le aparece; sigamos en sus
detalles esta visión conmovedora y sorprendente:
< vestidos, pero su
bello rostro estaba ensombrecido de
tristeza y bañado de lágrimas;
ofrecía a Dios fervientes suplicas
por sus hijos ingratos, y en particular por los sacerdotes seculares y regulares. Dios, como irritado,
se apartaba de ella y parecía rechazar
sus oraciones; finalmente le dijo: “Toma parte en mi justicia y juzga
tu propia causa”.
La joven palideció, y comenzó
a despojarse ella misma de sus bellos
ornamentos:
tres Angeles
ejecutores de los decretos
divinos la rodearon y acabaron de quitarle su ornato
de gloria. Reducida a un estado vil y abyecto, perdió sus fuerzas, sus
pies vacilaron, estuvo a punto de caer.
El Eterno no lo permitió, su sabiduría
devolvió el vigor a la noble dama,
mientras que su potencia cubría como un escudo su frente entristecida a causa
del abandono en que la dejaban sus hijos, ella estaba todavía en las tinieblas,
cuando hela aquí revestida de golpe por el Espíritu Santo por una inmensa gloria, con un
esplendor celeste; resplandecían de ella
poderosos rayos de luz que se extendían hasta los cuatro puntos cardinales y operaban
los más grandes prodigios. A ese resplandor, se levantaban como por sobresalto
los habitantes de las lejanas regiones y, repudiando sus errores tenebrosos,
acudían a la luz del Evangelio, confesando la fe de Cristo y agrupándose en torno
de la noble matrona que salia de
la prueba más gloriosa que antes, Un templo majestuoso, soportado
por seis columnas espléndidas, se levantaba para contener todos esos pueblos
que aclamaban la fe de
Jesucristo>>.
Los castigos
y el triunfo de la Iglesia
La humilde Isabel se aniquilaba, por decirlo así, con toda esas
visiones, que le describían las duras y humillantes pruebas de la Iglesia. Es
verdad que se le mostraba finalmente triunfante
de todos los enemigos, pero para llegar a ese triunfo, le repetía Dios
sin cesar, habría que atravesar castigos terribles. La sierva de Jesús rogaba
heroicamente para que la cólera divina se descargase sobre ella, ella se
ofrecía como víctima: el Esposo divino aceptaba el holocausto, consentía en
retrasar los castigos, pero al mismo tiempo le hacía conocer que un día
estallarían. Eran necesarios para devolver a la Iglesia su pureza primitiva. Muchos de sus hijos se
habrían dejado penetrar por máximas perversas que arruinaban la fe y corrompían las costumbres: una poderosa
operación de justicia se imponía para eliminar del cuerpo de la Iglesia esos fermentos de
corrupción.
Asimismo, los castigos se le
muestran a Isabel como una suerte de anticipación del juicio final, como una
separación en el seno mismo de la
Iglesia de los buenos y de los malos,
estos entregados sin defensa a la venganza celeste, aquellos reservados para
formar un pueblo nuevo.
He aquí, traducida palabra por palabra, la
descripción de los castigos: esta página es imponente, reina en ella un
soplo poderoso que recuerda el acento de
los profetas:
<< (…) Vi abrirse el cielo; y el glorioso Príncipe de los apóstoles San Pedro descendió de él,
con indecible majestad, ricamente revestido de ornamentos
pontificales, el báculo de la mano, rodeado de un coro inmenso de espíritus angélicos que le formaban una
bella corona, y le cantaban la antífona:
“ Constitues esos príncipes super omnen
terram” (2). Se volvió hacia los cuatro puntos cardinales, y trazó, cuatro
veces una gran señal de la cruz: y cada vez, en la dirección indicada, surgía
un gran árbol místico en forma de cruz, con ramas verdeantes cargados de frutos
preciosísimos, extendiendo una luz de resplandor vivísimo. Después San Pedro
tomó tierra sobre el suelo, se puso a
acoger a todos aquellos que se mantenían fieles a la ley de Jesucristo, y les agrupo a la sombra de
los arboles misteriosos que
simbolizaban la Iglesia y los
méritos de Jesús.
Abrió las puertas de los conventos de los religiosos, e hizo
una separación entre los que permanecían
fieles y los que seguían las falsas
máximas de la moderna filosofía, con desprecio de la santa ley del Señor. Actuó igualmente en relación con el clero. Los que guardaban
en el corazón el espíritu y el amor de
Jesucristo aparecían bajo forma de blancos
corderos; y el santo Apóstol les conducía a la sombra de los cuatro arboles místicos.
Los otros seguían expuestos a los
terribles castigos, que Dios se
aprestaba a descargar sobre el mundo
perverso. Después de haber puesto a
resguardo el pequeño número de elegidos
a la sombra de los cuatro arboles
místicos, San Pedro volvió a subir al cielo con los Ángeles.
De repente, el cielo se tornó lívido: se
desencadenó un vendaval, una tempestad
con silbidos estridentes y rugidos de fieras salvajes. Al tiempo que este estruendo horrible, hombres y
bestias salían mezclados de las cosas en
una confusión indescriptible, y como
presas de rabia, se destruían unos a
otros; así se hacía notar la mano vengadora
de la justicia divina. Para castigar el orgullo y la jactancia de los impíos que habían jurado
destruir la Iglesia de Cristo
hasta en sus fundamentos, Dios
permitió a las potencias de las
tinieblas salir de los abismos infernales; de ellos escapo una inmensa legión de demonios, y sirvió de instrumento a la cólera de Dios. Se les veía arruinar palacios y villas, destruir pueblos y ciudades, provincias enteras, y hacer una
carnicería con una multitud de hombres rebeldes a los que sometían a una
muerte cruel.
(…) De pronto el cielo volvió a serenarse: San Pablo descendió, de
nuevo a la tierra con el mismo
cortejo de ángeles, se sentó sobre su
trono, y los ángeles le exaltaron como príncipe soberano de la tierra.
También San Pablo descendió, invisible, en gran majestad y esplendor, revestido por Dios de autoridad y potestad incomparables; en un abrir y cerrar de ojos, recorriendo el
mundo, obligo a todos los espíritus de
perversión a entrar en sus guaridas tenebrosas.
En signo de gran reconciliación entre Dios y los hombres, un resplandor celeste
iluminó y alegró el universo. Los santos ángeles recondujeron amorosamente
al pequeño rebaño de Jesucristo
ante el trono de San Pedro, pues había
escapado sano y salvo del cataclismo
universal recogido a la sombra de los arboles místicos y bajo el gloriosos estandarte de la Santa
Iglesia Católica. Presentando por los ángeles el trono de San Pedro, príncipe
de los apóstoles, ese pequeño grupo de cristianos le hizo una profunda reverencia: bendiciendo a Dios, muy humildemente
dieron gracia al Señor y a su Apóstol
por haber gobernado y mantenido la Iglesia
y la Cristiandad, a fin de que no fueran
seducidas por las falsas máximas del mundo.
El apóstol eligió al nuevo Pontífice supremo; La Iglesia entera fue
reformada siguiendo los verdaderos principios del Evangelio; las órdenes
religiosas se restablecieron, y las casas de los cristianos se convirtieron en tantas casas religiosas; tal era por
doquier el fervor, el celo de la gloria
de Dios, que cada cual no respiraba
sino amor de Dios y del prójimo, La Iglesia católica era aclamada por todos, horadas por todos; el
Papa era reconocido universalmente cono Vicario de Jesucristo>>.
Las visiones que Dios otorgo a su humilde
sierva Isabel sobre el estado de la
Iglesia y su triunfo son muy notables. El mal de nuestros
días es este: que la línea de
demarcación tiende cada vez más a borrarse entre cristianos y no cristianos,
entre cristianos y herejes e incluso idólatras. Los que dicen todavía
cristianos viven demasiado a menudo como
aquellos que han renunciado a ese título; las sedicentes mujeres devotas se visten como las incrédulas, leen las
mismas novelas, frecuentan los mismos bailes, los mismos teatros licenciosos y
no ayunan ni se mortifican más que aquellas.
Es la confusión en la mundanidad y la
licencia. Además, tiende a prevalecer
una doctrina temeraria con arreglo a la cual se salva uno con fácilmente
en todas las religiones, cualquier buena fe ocupa el lugar de la fe, y a fin de cuentas todo el mundo más o menos esta salvado.
Como
consecuencia de esas máximas y de esas
costumbres, la Iglesia tiende a disolver
en el mundo, la Cristiandad en la humanidad caída. Casi ya no se encuentran
cristianos a los que puedan aplicarse
las palabras de San Pablo:< perversa, entre la cual aparecéis como
antorchas en el mundo>> (Fil 2, 15).
Los primeros cristianos, por su conducta,
destacaban sobre los paganos como antorchas sobre un fondo oscuro, y el
espectáculo de sus virtudes austeras atraía poderosamente a los idolatras a la
fe. Es lo que no se ve hoy, salvo excepciones demasiado raras: todo está
confundido en la misma dejadez escéptica y vividora.
Isabel
indica muy netamente la naturaleza de este mal: y, por lo tanto, el remedio es
el restablecimiento de la línea de la
demarcación borrada, es la reconstrucción de un pueblo nuevo, verdaderamente
cristiano, que sea en el mundo un ejemplo viviente de las máximas evangélicas. La humilde vidente vio a San
Pedro que ponía aparte los verdaderos cristianos; los cristianos mundanizados
se exponen a castigos formidables mezclados con los enemigos declarados de Dios; la Cristiandad se
restablece sobre su verdadera base, que es la puesta en práctica adecuada de las enseñanzas del santo Evangelio, y se sigue de ello una conversión de los pueblos enteros a la fe de Jesucristo.
He aquí lo que nos parece muy digno de
atención en esas visiones proféticas.
A este propósito, nos apropiamos plenamente
la siguiente declaración del piadoso
autor (Don Antonio Pagani) de la vida de Isabel (3), sacerdote muy estimado en
Roma:
<< ¿Que diremos de todas esas visiones?
A mi modo de ver, tienen un carácter de credibilidad, pero pertenece a la
cátedra de la verdad. Y solo a ella,
emitir un juicio. Los tiempos que atravesamos les dan una verosimilitud que
llama la atención; parece que caminamos hacia su realización. Pero no olvidemos
que la verdad esta oculta bajo
figuras y símbolos, y que hay que tomar
el sentido más bien que la letra. Si la hemos reflejado, no es para
arrojarlas como pasto a la
curiosidad o la crítica, sino más bien
para estimular el celo y la piedad de
los que la leerán.
Igual que Dios se servía de esas representaciones y de esas visiones para impulsar a su sierva
hacia la oración y el sufrimiento por la Iglesia; así deseamos nosotros
vivamente que leerlas despierte en los corazones de los cristianos el amor filial que todos
nosotros debemos a la Iglesia, la entrega sin reserva que profesaban nuestros
padres por la Santa Sede y el Vicario de Jesucristo.
Dom Bernard
Maréchaux
Notas:
1)
Fue
beatificada en 1994.
2)
Antifona
del breviario romano en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo
3)
Un
vero modelo di madre cristiana nel secolo XIX. Biografia della ven. Serva di
Dio Elisabetta Canori Mora, Romana. (Un verdadero modelo de madre cristiana en
el siglodecinueve. Vida de la venerable sierva de Dios Isabel Canori. Mora,
romana). Roma, ed. Desclée, 1911. La obra tiene las aprobaciones de un asesor
de la congregación de Ritos y del Maestro del Sacro Palacio.
FUENTE : SI SI NO NO, AÑO XXIII, n. 251 REVISTA CATOLICA ANTIMODERNISTA JUNIO 2013.